miércoles, 2 de noviembre de 2011

Cuentos del ácido

Yo me había comido todo el cartón, y mis amigos sólo medio. Así que ellos se iban a dormir y me dejaban solo, cuando yo tenía cuerda para rato con ocho horas de viaje ya a mis espaldas. Es en la soledad cuando las visiones atacan de verdad, y sin darte cuenta estás muy hondo y muy en el centro de todo, sin escapatoria. Para mí, desde luego, no la había. Entré en la tienda de campaña a intentar dormir, pero si cerraba los ojos veía macroestructuras geométricas formándose a toda velocidad en una simetría radial perfecta, compuestas de pequeñas piezas tridimensionales. Si abría los ojos, la tienda era un pequeño universo que tenía herramientas de sobra para sumirme en uno de esos trances introspectivos, cavando cavando cavando e incómodo con mis cosas, con mis cosas mías La echo de menos Voy a morir Mi ego es demasiado grande Que acabe esto ya por favor por favor que acabe ya Veo flashes de mi amigo ganando unas olimpiadas y un pequeño montañero escala en 2D las estrías de la esterilla Y a la vez la luz era preciosa, con un nuevo día que empezaba para un mundo del que yo en ese momento estaba absolutamente desconectado. Oía risas y voces en el campamento y me preguntaba si podrían pisarme la cabeza, otro motivo más para no dormir. Entonces, traté de concentrarme en sacar lo mejor de mi cabeza llena de LSD, no entrar en pánico y disfrutarlo.

Allí estaba, a unos centímetros de mí: una pequeña hormiga avanzando poco a poco, perdida y sola, lamiéndose las patitas y restregándoselas por la cara para lavarse. La percibí al instante como una criatura llena de vida, y todo mi interés disperso se focalizó en su actividad. Podía ver con claridad el más mínimo de sus movimientos, como si en realidad no fuera tan pequeña e insignificante. En realidad no lo era, o al menos no era más insignificante que yo. Se movía, se lavaba, miraba a un lado y a otro. Y yo, tumbado sobre mi estómago, la observaba con fascinación. Empecé a pensar en matarla.

Pensé que si la aplastaba, comprendería la verdadera diferencia entre la vida y la muerte. Me imaginé su cuerpo espachurrado contra el suelo de la tienda, inerte, y esa sola imagen me llenó de terror. En ese momento no era matar una hormiga, era asesinato. No sabía si en mi estado estaba magnificando las cosas, o poniéndolas en su lugar. Lo que sabía es que tenía la oportunidad de cometer un asesinato con un coste moral mínimo, que no me preocuparía al día siguiente. “He matado a muchas hormigas en mi vida”, pensé. Y era verdad, o bien por diversión o sin querer, o porque me molestaban, he matado a un buen puñado de insectos. Como todos. Por matar a una hormiga más, objetivamente, no pasaba nada. Y yo podía aprender una valiosa lección sobre la vida y la muerte, sentir esa verdad por cien millones.

Allí estaba, mirando a la hormiga y planteándome si terminar con su vida o no, mientras ella continuaba con sus quehaceres insignificantes, ajena a mí y a mi poder. Y entonces, lo vi claro: no la iba a matar. En el mismo momento en el que la decisión se instaló en mi cerebro a mil revoluciones por minuto, no pude evitar sonreír exageradamente. Por supuesto que no la iba a matar, no iba a ser tan egoísta. No soy así. 

Me sentí en paz conmigo mismo, muy satisfecho. La hormiga siguió su camino y yo volví a mi locura, que alcanzó algunos niveles imposibles de expresar con palabras en este plano de existencia. Unos minutos o quizá segundos o quizá horas después, volví a verla a lo lejos (amarrada al techo de la tienda, a la altura de mis pies). Seguía con su vida, con sus cosas, de un lado para otro y lamiéndose las patitas.

1 comentario: