viernes, 23 de diciembre de 2011

Posar para la nada es lo mejor que se puede hacer

Se van, y sus cuerpos arrastrando las maletas, llenos de vida, se van. Cada uno recorta una silueta de pequeños movimientos propios, se distinguen entre la gente, hablan entre ellos, resplandecen. Me quedo solo, por primera vez en cuatro días. Dentro del coche hay un silencio de cripta, y puedo escuchar por separado cada sonido seco: el rechinar del retrovisor cuando lo coloco en buena posición para mis ojos, la palanca de cambio cuando meto primera, el acelerador… ya no hay un valor estético que conecte las pequeñas acciones como lo había antes, cuando todo parecía importante.

Después de dejar a mis amigos en el aeropuerto, me toca devolver el coche de alquiler. No conozco las calles de Lisboa, y me guía el GPS menos funcional con el que he tratado en mi vida. ¿Cómo se puede lanzar al mercado algo así? Un producto que falla en lo más básico, inútil. Podría dormir cien años, el cansancio acumulado me limita el horizonte, visión túnel. Serpenteo por las calles viejas, escuchando cada ruido de la ciudad y del coche aislado del resto, viendo claramente cómo las capas de sonido se superponen para crear la banda sonora. No tengo ni un puto CD que ponerme, y soy una persona espiritualmente incapaz de conducir sin música. Le quita toda la estética y lo reduce todo a ir del punto A al punto B. El camino es una pérdida de tiempo, un medio para un fin. 

Paramos un taxi para ir de A a B, hace un par de días. Le pregunté al taxista si podía poner música (por favor). Me contestó que el coche era muy viejo, que NO TENÍA música. Ni radio, ni nada. Cada puto día ese señor recorre un buen puñado de kilómetros sin música. Pensé en él de manera triste, y luego me vi a mí mismo intentando imponer mi modo de vida. “Para él no será importante”, continué con mi reflexión, “y aunque me parezca triste que la música no sea importante para alguien, objetivamente no tendría por qué serlo”. Edu interrumpió mi reflexión preguntándome algo totalmente intrascendente que respondí mecánicamente, y esa pequeña interacción me generó una pequeña corriente de placer. Era bonito todo aquello, y después nos reuniríamos con el resto, que llegarían con otro taxi, y les contaríamos que el taxista no tenía música y lo raro que nos parecía todo aquello. 

El silencio da valor al no-silencio, y es necesario para tocar pie. Pero es aburrido cuando carece de sentido. Los sonidos de Lisboa al volante componen una pequeña maquinaria que trasluce personalidad, pero ahora me pondría un poco de Lee Morgan para volverlo un viaje oscuro y loco. No suelo meter a Morgan en el grupo de mis favoritos, pero a veces lo hago. Supongo que lo meto ahí menos veces que a otros, pero ahora mismo es de mis favoritos. Ahora me pondría el Live at the Lighthouse y desearía que mi viaje durase todo el triple disco, impregnaría todo de significado y los sonidos de Lisboa se colarían entre las lenguas de viento y las doscientas notas al segundo. Muy oscuro, sacando lo peor de la raza, de una manera que sólo entendemos Lee Morgan y yo. Entonces deja de haber gente en la calle, ya sólo hay lagartos, buitres, hienas vestidas de etiqueta y mucha absenta bañando los bares y las gargantas. Las luces brillantes que emanan de las casas de striptease rebotan en los cristales de mi Mercedes viejo y amarillento. Un coche demasiado grande para mí. Un grupo de hijos de puta vistiendo cuero me lanzan una botella, que estalla contra la luna delantera y el líquido tóxicamente alcohólico distorsiona mi perspectiva en oleadas mientras se resbala y va cayendo. Y de repente me hace falta una carretera muy larga y sin semáforos, y sin leyes ni luz. Sólo algunos matojos que cambian su posición amenazante según emito luz con las largas o con las cortas, más o menos abstractos. Piso el acelerador para llegar a tiempo a ver la última actuación del jazzista, su último trompeteo antes de que su mujer entre por la puerta del bar y le dispare en el pecho por infiel. Me limpio la cara de sangre de Lee Morgan y no puedo dejar de verle un cariz mítico al hecho. Soy magnánimo con la asesina y prefiero irme despacio por donde he venido. Hasta la oscuridad de Live in the Lighthouse cierra con el estallido de luz de The Sidewinder.



Pero no tengo a Lee Morgan, así que mi cabeza va cerrando el capítulo que ha supuesto este fin de semana en mi (nuestras) vida(s). Desde el minuto uno de estar todos juntos se respiraba ese ambiente donde las cosas insignificantes valen la pena. Hay algo que nos une y por lo que somos, por lo que le damos valor a nuestras tonterías. Posamos para la nada, extraemos el surrealismo de los detalles, nos damos un carrusel de momentos… y todo ello camuflado entre risas, conversaciones banales y algunos insultos y palabrotas. Casi nunca hablaremos de cosas serias como si fueran cosas serias, luego cada uno lleva dentro su sistema de pesos y emociones y todos sabemos que el resto son nuestros yoes, nuestras pequeñas proyecciones externas a través de las cuales nos reflejamos, nos vemos, cambiamos y extraemos nuestra verdad. Podemos usar miles de vehículos: una visita turística, un bar y unas cervezas, una sesión de vídeos tontos de YouTube… cualquier cosa que genere un contexto que nos agrupe y que nos fuerce a interactuar. Buscar un estándar sobre el que desarrollar la improvisación. Que tenga lugar la celebración de uno mismo. Y cuando se me hincha la cara de contento porque me entra la música por un oído y mis amigos por los ojos, peto, y es para lo que vivo joder, para petar.

martes, 13 de diciembre de 2011

A los perdidos

De todos los atributos divinos, sólo la omnipotencia de Dios es nombrada en el Símbolo: confesarla tiene un gran alcance para nuestra vida. Creemos que es esa omnipotencia universal, porque Dios, que ha creado todo, rige todo y lo puede todo; es amorosa, porque Dios es nuestro Padre; es misteriosa, porque sólo la fe puede descubrirla cuando "se manifiesta en la debilidad" (2 Co 12,9; cf. 1 Co 1,18).

Lo que tendría que haber sido una especie de relato-diario emocionante sobre grandes aventuras, hazañas de grupo, el consumo de croquetas de bacalao y cerveza superbock, delirantes viajes en taxis, frustraciones en entradas de discoteca y fado, a lo largo de los cinco días de viaje en la ciudad de Lisboa, fue transformándose en mi mente a través de largas esperas en cama en intentos de conciliación del sueño.

Martes 13 de Diciembre de 2011 (1º Aniversario)

Hoy empecé a correr. Aparté la cortina roja teatral con mi mano derecha y eche a correr por caminos cada vez más estrechos, entre una flora pobre repleta de secos arbustos que iban cerrando cada vez más mi camino. Corría. Corría. Corría. Aun pareciendo cada vez más angosto, el camino no llegaba nunca a su fin, así que seguía corriendo. Demasiado sacrificio para mi primer día. Por fin encontré un hueco por donde escapar. Pequeño, no demasiado a tractivo a primera vista, pero resultaba mi única vía de escapatoria.

Introduje la cabeza, cada uno de mis pensamientos que dan forma a mi anatomía única dentro del abanico de posibilidades que otorga el ser humano. Negro, oscuro. Fragmentación cerebral, algún cosquilleo onírico en la zona de la rabadilla. Tele-trasportación.

Allí me planté y en el tablao flamenco me colé. “Muchacho, eres un indisciplinado. No rompas el compás. Los aplausos se dan al final”. “Dejar al muchacho, que es la última noche” dijo Enrique. Que difícil resulta el compás de los fandangos de 12 tiempos. “La fiesta continue, que la vida son dos días y la quiero vivir entera”. Gente de lo más variopinto. Vinieron tangos, farrucos, marianas, coplas, alegrías…y yo perfecto a la ocasión con mi camisa blanca de topos negros y mallas ajustaditas de correr. Vaya la que tienen montada aquí. Así dan gusto las despedidas. Todo parece ser coincidencia y lógico.


sábado, 10 de diciembre de 2011

Saraswati

Acorde de piano. Mismo acorde. Mismo acorde, un poco después. Otra vez. Silencio. Golpea la tecla, tres veces. Golpea de nuevo, otras tres. Busca otras tres teclas, esbozo de melodía. Silencio. De nuevo esas tres, más agudas. Se intercalan otras. Como estrellas en el cielo. El sonido de las notas se prolonga. La melodía empieza a decidirse. Acorde con la izquierda, notas sueltas con la derecha. Progresión de acordes convencional, pero hay algo más. Ella empieza a cantar en lo que parece francés. No está claro si es francés. El piano marca los silencios de ella. Las dos voces, la del piano y ella, se hacen fuertes juntas, después entra la trompeta. Muy suave, con un piano muy delicado. Se entrelazan. La trompeta se va un poco al jazz pero el piano la mantiene anclada en algo más clásico. La trompeta calla, ella la reemplaza. Su voz divaga, sorprende, el piano la sigue, intenta buscar su espejo. La fonética de eso que no era francés permite vocales largas y sonidos que chocan contra la pared. La trompeta acompaña al conjunto de nuevo, por primera vez los tres elementos coinciden mientras ella alza la voz, y cada vez más aguda y más larga pega un lengüetazo de melodía para luego bajar, bajar, estabilizarse. De nuevo todo se mece, la trompeta es muy viento, el piano aprovecha que puede marcar bien las notas y todo se pone oscuro, algo disonante. Y acaba dulce, muy dulce, el piano y la trompeta dulces.

Intermission

De la vena me salían las conexiones. Era lúgubre el ambiente pero mi corazón bombeaba swing, ritmo de un mundo que no ha descubierto el sexo y la violencia, que permanece. Me brotaba la fe a borbotones, de los labios a la barbilla, exhibiendo una sonrisa psicópata inocultable. La luna se reflejaba en los ojos de todos los asistentes: “más alto”, decían. “Más, más”, mientras hacían gestos con las manos, como llevándose el aire al pecho. Había tan pocos elementos allí… una felicidad tangible, sostenida con los mínimos alambres, como si cada vez que la vida nos diera un golpe fuera como jugar a la Jenga. Quitar una pieza y permanecer, quitar otra pieza y permanecer, permanecer… todos queríamos nuestra ración de infinito, que nuestra mortalidad fluyese elegante. Todos temíamos mirar a la calavera. Saliendo del club, nos sosteníamos los unos a los otros para no caernos, en plan naipes, medio dormidos y medio llenos. “Mi objetivo”, decía Mike, “es volverme tan abstracto que nadie me entienda” y acto seguido vomitaba en un contenedor, sin levantar la tapa. Se me vino a la cabeza esa imagen de la papelera a rebosar de periódicos viejos, plásticos y pieles de plátano; y el ciudadano ejemplar que arroja la lata de coca-cola sin importarle que rebote y caiga fuera y manteniendo una conciencia limpia. El coche que no vimos le atropelló el pie a Mike, y yo pensé en lo gracioso que sería un no-Mike, alguien que hiciera todas esas cosas mal, lo mismo pero mal. Después comprendimos la gravedad de la situación en nuestros músculos que se tensaron, pero pasamos de él. Llamamos a un taxi y lo dejamos pudriéndose en la sombra, y nos encontramos con nuestras sábanas y un techo que no se acaba nunca.


Puto genio el que inventó la luz de la nevera,
¿qué mente mágica descubrió y salvó esa necesidad?
Maravillado me preparo un sándwich alumbrado por esta fantástica luz,
sudando de Fleming, Stephenson o Graham Bell.
Pero es que entonces me llaman y mi móvil vibra,
¡vibra! Y sudo del cáncer y del sida y de las enfermedades neurodegenerativas,
porque qué mas da que hubiese tenido cáncer, sida o alzhéimer,
no me habría enterado de la llamada si mi móvil no vibrara.
Porque es tarde y lo tengo en silencio para no despertar a mis padres.
Dios quiera que no les pase nada.