jueves, 9 de febrero de 2012

Benjamín

Había ciertos detalles en la casa que indicaban cierto nivel de enfermedad: las marcas de llave en la madera que rodea la cerradura de la puerta, los restos de pintalabios en la antena del teléfono, los pequeños fragmentos de cristal que se escondían debajo del sofá… Jorge no se dio cuenta de nada de esto cuando fue a dormir a casa de su amigo Dani.

Se habían conocido ese año. Dani era repetidor. Un chico enigmático, magnético, que manejaba un vocabulario muy pobre pero solía decir cosas honestas. Jorge y él habían conectado muy rápido; sus caminos de interés por las cosas nuevas se habían cruzado: descubrían a Radiohead y Pulp Fiction. Día a día trabajaban su desprecio por el resto de la clase.

Dani entró primero en la casa, y le hizo una señal a Jorge para que mantuviera silencio. Avanzaron poco a poco, descansando el peso de sus mochilas sobre la espalda. La casa era vieja, olía a vejez y a aburrimiento. El espejo del recibidor era un óvalo enmarcado en dorado. El pasillo era largo y, mientras avanzaban por él, un ruido que vino de detrás precipitó los últimos pasos. Llegaron al cuarto de Dani y echaron el cerrojo (con la madera de su alrededor astillada, señal de que había sido forzado y reinstalado varias veces). El dueño encendió la minicadena y pasó la primera canción. Escucharon Pyramid Song en silencio, uno tumbado en la cama y otro sentado en la silla, moviéndola de izquierda a derecha sobre su eje. Suavemente. Por primera vez en su vida conseguían omitir la información que les llegaba a través de sus ojos y sólo importaban los oídos y lo de dentro. Las paredes blancas eran un lienzo donde proyectaban sus emociones adolescentes, de un oscuro morboso, mientras resonaban en el otro.

Llamaron a la puerta, cortando un momento intensísimo, y Dani descorrió el cerrojo entendiendo que su madre jamás comprendería que los estaba insultando. Les ofreció algo de merendar, y lo denegaron automáticamente. El subconsciente de Jorge examinó a la madre, percibiendo absoluta normalidad, hasta que quedó aterrorizado por la larga mancha de carmín en los dientes, la sonrisa enferma. Pero Jorge no lo percibió de forma consciente, y quedó como una pequeña oleada de negatividad escondida en un sentimiento general poco positivo.

-    Te acuerdas de qué día es mañana, ¿verdad Daniel?

Se despidió así, antes de cerrar la puerta. Dani asintió con la cabeza y eso fue todo. La frase despedía un cariz entre la ilusión y la amenaza. Y pronto Jorge preguntó interesado:

-    ¿Qué pasa mañana?
-    Nada, es el cumpleaños de mi hermano.
-    No sabía que tenías un hermano.

Pasaron el resto de la tarde jugando a la consola, viendo vídeos de YouTube y escuchando más música. Hablaron poco, sólo frases sueltas que se derivaban de lo que estaban viendo, oyendo o jugando. La conversación de verdad empezó en la cama, en la oscuridad, arropados por las sábanas y mirando al techo.

-    Entonces… ¿nos morimos y ya está?
-    Sí, no hay nada.
-    Tiene sentido.

Tardaron un par de horas, pero se quedaron dormidos. Jorge tardó unos minutos más, después de comprobar que su compañero había caído y sintiéndose muy extraño y solo, en esa casa. ¿Qué hacía en esa casa? Podía haber ido sólo a pasar la tarde y ya está. Y además, estaba Laura. Empezó a entrar con fuerza en su cabeza. De lo único que no se había atrevido a hablar con Dani. Quedaba el consuelo de que al día siguiente, por la mañana, iría a recogerlo su padre. Salir de ahí.

Pero su padre llamó esa mañana y dijo que no podía ir, que le había surgido algo. Jorge odiaba cuando a su padre le surgía “algo”. Su padre le pidió que se quedara a comer, que llegaría después.

-    Era mi padre. Me ha dicho… que si me puedo quedar a comer con vosotros.
A Dani se le aceleró el pulso, se le dilataron las pupilas. Apretó los puños clavando las uñas en la carne.
-    No, no no. No puedes.
-    ¿No puedo, tío? Pero tu madre me dijo que…
-    No puedes, mi madre… da igual, que no, tío. Es el cumpleaños de mi hermano.
-    ¿Y qué? Como y me voy, es que de verdad, no puedo irme aún, tengo que esperar a mi padre…

La madre de Dani abrió la puerta: “¿cómo no te vas a quedar? No hay ningún problema, Jorge, como si estuvieras en tu casa”. ¿Los había estado escuchando? La mujer estaba excesivamente maquillada, gotas de rímel se solidificaban sobre sus pestañas, la pintura de uñas resplandecía fresca, y la inquietante mancha de carmín seguía ahí.

Hasta la hora de comer, la ansiedad de Dani fue haciéndose cada vez más visible. La amistad que se había estado forjando entre los dos chicos de repente había vuelto al punto cero. Cada vez que Jorge intentaba decirle algo a su amigo, este parecía estar a kilómetros de distancia. Cuando se sentaron a la mesa, era ya como si no se conocieran.

Primer plato, segundo plato… y Jorge continuaba preguntándose dónde estaba el hermano. La ausencia del padre era mucho más justificable: aunque Dani no le había dicho nada al respecto, podía estar de viaje, o muerto… pero que no estuviera el hermano, en su propio cumpleaños, era perturbador. La comida en sí no era nada especial en ningún sentido. Carente de personalidad, de identidad, de amor, de alegría de vivir. La madre apenas tocó su plato, pero miraba sonriente a los chicos esperando a que acabasen. En el instante en el que Jorge dio su último bocado, pegó un pequeño grito de alegría anunciando la tarta.

-    ¡Muy bien, chicos! Voy a por la tarta. Daniel, ve avisando a Benjamín, por favor.

La madre se levantó. Dani echó una mirada a Jorge que volvía a conectarlos, incluso iba mucho más allá. Los encerraba a los dos en una intimidad infinita, y los ojos de Dani expresaron vergüenza, demandaron compasión y pidieron cariño a gritos. Jorge intentó responder a todo como lo haría un amigo de verdad, intentando aprender a usar sus ojos como usaba su garganta. Todo ocurrió en un segundo. Dani se levantó y fue a por su hermano.

Jorge se quedó mirando a la pared, recorrió con la mirada las estanterías, las fotos enmarcadas, las figuritas, la televisión… mientras escuchaba los pasos de la madre, mientras escuchaba a Dani abrir una puerta y entrar en una habitación. La madre llegó y puso la tarta sobre la mesa, lanzo una mirada esperanzadora hacia la dirección de donde venía Dani. Con su hermano. Jorge miró automáticamente hacia esa dirección.

Dani no venía con nadie. Pero venía con algo en las manos. Algo que, paso a paso, se iba concretando. A dos pasos de Jorge este ya lo veía perfectamente: era un tarro de cristal, perfectamente cilíndrico y cerrado, de un palmo de alto y medio de ancho, que guardaba un feto inerte suspendido en el líquido que lo llenaba. El corazón de Jorge se hundió mientras veía a su amigo dejarlo sobre la mesa, con una lágrima luchando por no caerse del párpado. El terror por el carmín pasó a un plano consciente, mientras la madre lo exhibía abriendo la sonrisa y encendiendo las velas de la tarta. “Sopla, Benjamín”, y la madre se quedaba esperando con la mirada clavada en el aborto, como si ese trozo de carne fuese a reaccionar. Dani se cubrió la boca con la mano y sopló disimuladamente. Las velas se movieron. Volvió a soplar más fuerte y se apagaron. La madre aplaudió contenta. Las lágrimas de Dani rodaron sobre su mano, diciendo “nunca me han querido”. Jorge continuaba silente, interpretando esa realidad como si fuera un sueño. “Bueno, qué, ¿no le has comprado nada a tu hermano?” Dani sacó de su bolsillo un pequeño paquete rojo, con la mano temblorosa. Se lo dio a su madre y esta lo abrió con avidez. Su expresión se volvió seria y mortal, miró a su hijo con profunda decepción, alzando una pequeña pajarita roja entre sus dedos.

-    ¿Qué coño es esto?
-    Es… para Benjamín… - Dani hacía verdaderos esfuerzos para contener el nudo en su garganta – para que se lo ponga…
-    ¿Te crees que esto es una puta broma? – La madre se cargaba de violencia en las palabras, en la tensión de su piel - ¡Tu hermano tiene ya veintitrés años! ¿Qué coño va a hacer con una puta pajarita? Eres un hijo de puta. ¡Pídele perdón a tu hermano! ¡Eres un hijo de puta!
-    ¡Perdón! – Dani rompió a llorar.
-    No es a mí a quien le tienes que pedir perdón. Le has hecho daño a Benjamín. Pídele perdón a él – la madre acercó el tarro a Dani, el líquido de dentro se agitó violentamente – Estás ridiculizando a tu hermano.

Dani miró a Benjamín. Pasaron por su cabeza infinidad de pensamientos en un segundo, al tiempo que se serenaba y cortaba el grifo de sus lágrimas. Respiró muy fuerte, aspiró toda la dignidad perdida. Arrancó el tarro de las manos de su madre y lo arrojó al suelo con fuerza. El cristal se rompió en mil pedazos, el líquido se expandió en círculos concéntricos, adquiriendo la forma de las líneas del parquet. El feto rebotó para después dejarse llevar por la pequeña corriente. La madre se volvió histérica, comenzó a gritar mientras trataba de coger a su aborto del suelo y este se escurría una y otra vez de entre sus manos.

-    Lo siento, mamá – le decía Dani mientras volvía a sollozar -. Es un hijo que te ha salido mal, no pasa nada.  Déjalo, mamá, no pasa nada… - reculaba poco a poco, hacia la puerta de entrada, mientras la madre abría un armario lleno de botes de formaldehído y de tarros de cristal – Es un hijo que te nació muerto, yo estoy bien, yo estoy vivo. Lo siento, mamá…

Jorge reaccionó, por fin. Se levantó de un impulso, cogió a Dani del brazo y lo condujo a paso muy rápido hacia la puerta, hacia el ascensor, hacia la calle… Los gritos de la madre iban amortiguándose en la distancia, tras las paredes. Una vez en la calle, Jorge llamó a su padre. Habló con él moviéndose de un lado a otro, lleno de nervios. “Hijo, me pillas en una reunión. Te llamo en media hora, ¿vale?”. La calle era un pasillo infinito. El sol resplandecía naranja, llenándolo todo de vida. Los dos amigos pensaron en abrazarse pero no lo hicieron, y se quedaron ahí, mirándose de vez en cuando, hasta que Jorge volvió a pensar en Laura y propuso ir tomar una cocacola. Todo iba a salir bien.