martes, 29 de noviembre de 2011

Escritura automática #2

“Nos gustará estar muertos”, concluyo mirando a las nubes tras una larga conversación contigo que nos ha dejado los ojos rojos. Me alejo pensando que el banco es de madera y la brisa me rodea pero no me toca y que el banco es de madera. Existe un túnel que conecta nuestras mentes, al que sólo podemos acceder mediante grandes cantidades de dolor dolor dolor dolor. Me miras entonces arrasándome sin pestañas, y siento como todos mis sistemas se reinician. Dejo atrás todo. Te miro, por primera vez como soy. Te miré, por primera vez como era. Y en una herida con forma de corazón introduje los químicos. No tiene sentido seguir concentrándose en las tareas cotidianas, en exterminar los grumos, en blandir el cuchillo, en elevar la presión del agua y tratar de acertar con la temperatura. Ya no tiene sentido cortarse las uñas, peinarse o tratar de quitarse los restos de comida de entre los dientes. Mi reloj hace tic-tac mientras sus agujas hipodérmicas se me hunden en la piel. El banco es de madera y tu pelo no eres nadie me lo estoy inventando todo. Sólo hay una ventana y un hombre que mira y a lo mejor una correa y un perro y algunas estrellas. No. Sólo hay un ordenador y una estufa y pocas horas por delante para dormir. No. Sólo estás tú y ese banco y algunas nubes. Y diluyo una cucharilla de azúcar en el café, me ajusto la corbata y salgo por la puerta, cojo el ascensor, bajo al garaje, entro en el coche… y cuando salgo del coche ya estoy en otro edificio, sin necesidad de exponerme a la luz del sol, sin necesidad de dejar de verlo todo a través de una ventana o de una pantalla o de unos ojos. Si me tocara la lotería ahora mismo, ¿se acabarían mis problemas? La música me pondría triste mientras abultan los billetes en la cartera. Si pudiera ser más humilde, más sabio, más guapo, menos aparente… ¿se acabaría mi rabia? Podría destrozar una tabla ahora mismo con mis dientes. Y seguiría supurando amor por todas las cosas mientras en mis encías hay astillas que se clavan. Te vuelvo la espalda y me alejo. No. Tengo que irme a dormir. Todo esto es ficción. Es más, son sólo palabras. No. Todo esto es un vudú de otra cosa.

martes, 22 de noviembre de 2011

Vuelta de Paseo

Como consecuencia de la lectura matutina de la última publicación en el blog de Fran, me dispuse a salir de casa camino a la universidad con la música de Portishead en mis oídos, más concretamente con la canción Silence –inicio del último disco Third-. No hacía muy buen día o por lo menos no de mi gusto. Últimamente con la llegada del invierno esta comenzando a reinar en mi un estado apático por todo y por todos que por más que quiero no consigo erradicar en su totalidad. No hay ganas de escribir, me da perece ponerme a buscar cosas nuevas para escuchar, me pongo a leer pero a los pocos minutos lo dejo excusándome en que no es el libro apropiado y toco poco la guitarra. Parece que de momento sólo encuentro solución en el cine ya que no requiere esfuerzo físico –únicamente mental- pero con un gusto más critico de lo habitual, además el surgir de una aparente subnormalidad de algunos de los personajes que me rodean, incentiva el echo de preferir quedarme en casa con una película –menos mal que siempre quedamos los 3 o 4 de siempre-.

Caminaba escuchando mi música, abstraído en mis pensares, apareciendo ese sentimiento distinto que se produce en concretos días y momentos al caminar en soledad. Surge una realidad paralela: la concepción del yo individualista frente al aparente sentimiento colectivo de nuestra sociedad. Todo en mí parece funcionar a una velocidad distinta a la del resto. Los semáforos se ponen en verde a mi paso, la chiflada del paraguas grita sin cesar mientras da de comer a las ranas en la orilla del río, el aumento considerable de vagabundos precipita de forma indeseada el tropiezo con uno de ellos, pido perdón y aumentan mis nervios debidos a la vergüenza, un semáforo se pone en rojo otorgándome un breve descanso necesario y tranquilizador. Comienza a sonar The Rip, parece estar todo sincronizado y eso me relaja. Espero a que la señal del semáforo me otorgue el derecho a cruzar, se pone verde pero espero hasta que comienza a sonar la batería en la canción, quiero que todo funcione de forma armonizada. Sigo caminando, espero no llegar nunca a la universidad y pienso en cambiar mi rumbo por estar toda la mañana paseando, saboreando este sentimiento distinto.

Considero fundamental estos momentos de delirios y gran ajetreo creativo configurados conforme al estado polar de mi personalidad. A veces de alegrías y afrobeat que me hacen surgir sonrisas complacientes a las señoras que pasean con sus maridos, miradas lascivas a las chicas adolescentes de mi edad y posturas faciales tiernas a los niños que corren cogidos de la mano de sus padres. En otras ocasiones –más predominante-, el individuo pesimista que vive en mi pie izquierdo asciende para teñir mi mente de oscuro casi negro y azul; produciendo en mi cerebro una gran lucidez de interconexión neuronal que provoca mis pensamientos más abstractos, coincidiendo normalmente con los más interesantes.

Cruzando el puente, observe a un hombre caminado de espaldas. Bajito, regordete, calvo y con una vestimenta poco llamativa, pero con ciertos aires de atracción. De forma curiosa, por el cuello de su camisa surgía una feroz mata de pelo que ascendía por toda su espalda hasta hacer contacto con su cabeza, donde se erradicaba dando lugar a una total calvicie, deforme y bello. Me hizo pensar en Terciopelo Azul (Blue Velvet, David Lynch, 1986) y en la natural e inevitable atracción que sentimos los humanos por aquellos mundos extraños, prohibidos. Esta película nos presenta un pueblo típico americano de clase media donde dos jóvenes se ven atrapados en la delirante relación entre un psicópata y una atormentada cantante de cabaret. Se adentran en un mundo desconocido, obsceno, desconcertante donde se retrata el trastorno mental, lo cruel y el horror pero con un inevitable atractivo que los absorbe hasta no poder escapar. Una atmosfera de pulso narrativo pausado donde se alternan bellas canciones pop con una inquietante banda sonora, que suministra o quita tensión en el momento adecuado –justo lo que esta haciendo Portishead conmigo en esta mañana de vuelta de paseo llegando a extremos que alcanzan el control de mis propios pensamientos-.



domingo, 20 de noviembre de 2011

Michelangelo Antonioni, Portishead y los fuegos artificiales

(Contiene Spoilers de la película "El Eclipse" de Michelangelo Antonioni)
La estructura de una obra define en gran parte su impacto. Así como el carbono se concreta en diamante o en grafito en base a la ordenación de sus elementos, las obras que se desarrollan en una línea de tiempo (películas, canciones, novelas…) liberan su carga emocional en los “momentos de choque”, construidos mediante una estructura concreta. La escena de la cantina de Malditos Bastardos (Inglourious Basterds, Quentin Tarantino, 2009), por ejemplo, hace pasar al espectador por un desarrollo muy pausado, dilatando los tiempos, para que la condensación de la acción final suponga una pequeña catarsis, contrastando con el ritmo de lo anterior. Una escena que se construye durante una media hora, se resuelve en apenas unos segundos.

Tanto la música como el cine han encontrado sus propias estructuras funcionales. Estamos acostumbrados a que las canciones sigan la fórmula Estrofa A – Estrofa B – Puente – Estribillo – Estrofa A – Puente – Estribillo x3 (o similar) y las películas se desarrollen en base al paradigma Detonante – 1er punto de giro – Midpoint – 2º punto de giro – Clímax. Son métodos que funcionan y que se han usado y usarán continuamente. Pero, ¿no se pierde así cierta capacidad de sorprender, de explorar otros caminos? Si esta distribución de pesos es tan importante en una obra, es lógico pensar que aquellas que juegan con la estructura pueden llegar a sitios nuevos y continuar renovando el medio.

La canción Threads de Portishead y la película El Eclipse (L’eclisse, Michelangelo Antonioni, 1962) comparten una estructura muy similar, y ambas consiguen llegar a un mismo sentimiento. En los dos casos, el tramo final reformula todo lo que lo precede, en los dos casos se produce un “eclipse”. Cada obra utiliza los códigos del medio al que pertenece para sostener una misma conclusión.


Este es el final de El Eclipse. Una película donde se nos presenta una relación amorosa entre dos personas. Podemos decir que es una historia narrada de forma convencional, con sus características propias pero no muy alejada de los cánones habituales. Pero una vez hemos convivido con esas dos personas en pantalla durante casi noventa minutos, la cámara se va. El punto de vista cambia, se aleja, y la película nos empieza a mostrar escenarios, personas, detalles de la vida cotidiana… tintados por la música de Prokofiev que imprime valor a cada una de las impresiones que se nos van mostrando, hasta el punto de alzarse por encima de la trama que hemos seguido. ¿Qué tiene más peso para el espectador: la historia de esa pareja o ese mosaico del mundo que los rodea? La pareja comienza a quedarse pequeña, es tan sólo una parte del universo. La pareja se ve “eclipsada” por la propia película.

Algo parecido ocurre con Threads. La canción de Portishead se desarrolla de manera normal. Una canción más de la banda, con duración y estructura que no desentona con el resto del disco Third. Pero más o menos en el minuto 4:35, un sonido que formaba parte de la canción comienza a imponerse a la misma, y acaba abarcándolo todo durante casi un minuto. Sólo silencio y ese sonido. Se alza por encima del bajo, de la guitarra, de la percusión, de la voz de Beth Gibbons… y es hermoso. El sonido pasaría desapercibido si la canción no nos hubiera predispuesto para escucharlo, para darnos cuenta de su textura, de su modulación, de sus intensidades… El sonido eclipsa el resto de la canción. Tanto el tramo final de El Eclipse como el tramo final de Threads suponen un estallido sensorial sin ningún significado concreto, sin intertextualidades connotaciones. Todo lo precedente ha servido para llegar a la desnudez perceptiva necesaria para que una sucesión de imágenes y música o un solo sonido caiga sobre nosotros con todo su poder. El arte en su forma más pura, en aquella que no es preciso entender.

Primal Scream finaliza los conciertos de su gira Screamadelica Live con un procedimiento muy parecido. La banda termina de tocar, y sale del escenario dejando los amplificadores encendidos, que emiten oleadas de sonido distorsionado y chirriante durante unos minutos, mientras las luces estreboscópicas hacen lo propio. Y ahí está el público, en silencio y con la mirada fija en el escenario vacío hasta que el pipa aparece de nuevo para desconectar el equipo. Una celebración de los sentidos, como en un espectáculo de fuegos artificiales. La belleza de nuestra capacidad de ver y oír, de la que a veces somos inconscientes. Portishead y Michelangelo Antonioni han llegado a conseguir un efecto tal manipulando la estructura convencional, jugando con el lenguaje. Como muchas otras grandes obras de todas las artes, su grandeza está en la ruptura.

viernes, 18 de noviembre de 2011

Tenía tantas ganas de actualizar borracho...

Aprendí algo nuevo hoy,
algo distinto a todo lo que sabía.
No vino de unas canas y una corbata,
ni de la televisión ni de Internet.
Vino de una trompeta y de unas cicatrices,
de un sonido de viento y perdigón a las costillas.
De un sentimiento distinto en las mismas sonrisas,
en los amigos y el rimo latino que da color a los platos.
Me esforcé en olvidar lo que ya sabía para aislar lo nuevo y hacerlo mejor.
Las siete colinas, y un on the rocks con regusto a óxido.
Es un microsegundo donde coinciden los bongos y el viento y el codo en la posición correcta
y la rubia y la morena y el rayo de luz rosa y el destello de chaleco mojado aprendí algo:
que es inútil hacer planes. 

martes, 15 de noviembre de 2011

Podía sentir como el frío helador entraba por la rendija inferior de la puerta de la habitación. Mi cuerpo, todavía colapsado por la botella de Ron Magua no respondía a ningún indicio por intentar evitar un posible resfriado, sólo era capaz de concentrarme en una única cosa. Fumaba mi cigarrillo mientras se empezaban a colar los primeros rayos de sol, produciéndome un desagradable aturdimiento. Mierda puta! No hay cortinas en esta cagada de Motel. Me levante rápidamente –debería haberlo pensado dos veces antes de ejecutar la maniobra tan rápidamente- cogí mi máquina de escribir y fui directo a encerrarme en el baño como medio de protección ante aquellos horribles rayos solares. Apoyé mi trasero sobre el retrete colocando la máquina de escribir sobre mis rodillas.

Me desperté. No conseguía enfocar correctamente pero el dolor de cuello y la incomodidad del respaldo me daban la idea de que no había dormido en la cama. Desperezaba mis músculos a través de estiramientos varios, al mismo tiempo que mi retina volvía a enfocar decentemente. Que sitio más horrible, todo estaba cubierto por esa decoración típica de apartamento playero de alquiler en los que siempre suele haber una barata reproducción de Los Girasoles de van Gogh. ¡Buff…que pereza todo! ¡Me quedaría aquí sentado todo el día! Algo se me clavaba en el costado, un inesperado bote de Ketchup marca Heinz que opte por arrojar a la bañera. En ese momento me percate de que la máquina de escribir estaba tirada en medio de la bañera y junto a ella un papel con algo escrito. Pero antes de leer cualquier cosa, tenía la necesidad de una paja mañanera. Me aburría, siempre la misma mano, tan monótona y conocida, además tirar de imaginación y recuerdos se me antojaba totalmente agotador con semejante dolor de cabeza. Cogí el bote de Ketchup para escupir sus últimas gotas sobre mi mano derecha. Una primera sensación de extrema rareza junto a un toque gustoso de frescor estaban haciendo de esta paja algo inolvidable.

Limpiaba mi mano introduciéndola bajo el grifo a la vez que alargaba mi otro brazo para coger el papel depositado junto a la máquina de escribir. Algo mojado, me seco las manos con lo único que llevo puesto, mis húmedos calzoncillos. Pienso en la posibilidad de coger algún tipo de putada venérea debido al Ketchup, pero no, seamos optimistas, así que comienzo por fin comienzo a leer.





lunes, 14 de noviembre de 2011

En un sueño me hice una foto con Herbie Hancock que tenía las manos de mi abuelo

En ese bar que parecía el infierno, a Kris le robaron la chaqueta. Cabaret, lencería y luces rojas. Garganta Profunda proyectada en la pared. Cubata a 5€, Peep Show gratuito a las cuatro de la mañana. Una mujer de mediana edad, bajita, con el pelo corto y gafas de pasta me pregunta si soy Ricardo. Mantrería y sonidos ibéricos una vez llegado a casa, en los cascos, esperando un poco, bebiendo agua para amortiguar la resaca venidera.
En Zaragoza lo tenía, había alcanzado un grado de sostenibilidad con el que estaba en armonía: salir cuando hubiera algo bueno, emborracharse una vez cada mes o mes y medio; ahorrar en salud y en dinero. Lisboa me arrastra otra vez, me obliga a mantener el ritmo, me exige neuronas y dilatar las capacidades sociales al máximo. En una fiesta de terraza, edificio lleno de estudiantes, la música está a los suficientes decibelios para empezar a considerarla una fiesta. La fuente es un portátil con el YouTube puesto. Un trago más y me animo a pinchar alguna canción.  Disko Partizani cae bien, incluso algún extranjero se la medio sabe… y ya me creo DJ. No espero más a que se caliente la cosa y voy con el temazo del verano, inyectando un buen Barretto que tiñe las estancias de Cuba, y la gente se lo está gozando. Sentirme en parte responsable de ese gozo me devuelve a mi pecera, me confirma mi necesidad de compartir, de dar, de sacar cosas de mí para el resto. Me hace grande, me revienta de ganas de poner a la Merkel, a Sarkozy y a toda esta gente a ver un concierto de Primal Scream a ver si se dan cuenta de una vez de qué va la cosa. Me confirma mi vocación y, en los estados más altos de gracia, cuando las trompetas calientan y están a punto de quemar, cuando ya tengo preparado un buen Kuti para la siguiente; la música se para en seco. Y mi cabreo es una cerilla cuando me doy la vuelta y veo a dos agentes de policía en el marco de la puerta. Se acabó la fiesta. 

Antes de ir al infierno, había una pequeña galería. Se exhibían unas fotos no demasiado interesantes, más mérito de la cámara que del fotógrafo. El resto de la sala estaba separada por un mural de cajas de cartón, todas ellas de productos de limpieza y cosas así. El fotógrafo está ahí, hablando de su obra con cualquiera que le pregunte. Así que le pregunto… por las cajas de cartón. Le pregunto si quiere decir algo sobre el rol de la mujer en la sociedad. Me dice que sólo son cajas. Le pregunto si representa nuestra ansiedad por ver lo que hay detrás de las cosas, nuestra curiosidad por lo que se nos oculta. Me dice que detrás hay oficinas y que esta era la forma más barata de separarlas. Le pregunto si sabe dónde hay un Kebab cerca. Tiene los labios totalmente secos, pelados, blancos. Contrastan con el resto de su atuendo, elegante. Y con sus fotos de cerrojos, escaleras y espejos. Ya ha habido suficientes cerrojos, escaleras y espejos en la historia del arte. Las cajas, los kebabs y los labios blancos son infinitamente más interesantes. Esta mañana Kris me contaba, antes de la sesión de Paintball, que su clase de economía estaba llena de neoliberales. Puede que su Fuck you! I’m quoting Marx! sea lo que más gracia me ha hecho de él en estos dos meses.

Berreo Killing in the name of con unos portugueses que se acaban de cruzar en mi noche y que me vienen bien. Hacemos énfasis a plena garganta en el MADAFACKAAAAAAAA y me dicen algo pero no los entiendo y me voy a otra cosa. Hay una española por ahí, que estaba en la fiesta o en el infierno, pero que tiene rasgos asiáticos. Supongo que nacida en China y adoptada, pero está claro que es española. Me empeño en hablarle en inglés todo el rato, porque mi cerebro es tonto cuando está borracho. Esa noche sueño que recibo una ola gigante, de treinta metros, en un edificio acristalado en Budapest. Y la imagen es preciosa, conmigo protegido ante la devastadora fuerza del agua. Ayer tuve algo así como un “viaje astral” donde me vi a mi mismo fuera del cuerpo, para después girar repetidas veces sobre mi eje, tirado en el suelo, hasta que me elevé y atravesé decenas de tiendas de ropa y un almacén chino. Escuché “esto sucio pa la mamá” mientras me miraba a un espejo y no era yo. Hay ciertos bigotes curiosos aquí, y algunas trompetas y saxofones del infierno. Garganta Profunda es una naturaleza muerta. Desafía a los presentes a mirar. En ese bar pocos miran, todos bailan, mientras una felación de tres metros pende sobre sus cabezas. Yo miro, tratando de encajar todas esas piezas. La mujer le mete la lengua hasta el fondo al verdadero Ricardo. Me jode mi facilidad pop cuando vendería mi Erasmus para cantar flamenco. Para esta noche, recomiendo Cachaíto para hacer el amor.


viernes, 11 de noviembre de 2011

11-11-11 (reflexión tonta del viernes)

Black Sabbath anuncia su regreso, sale a la venta el videojuego The Elder Scrolls V: Skyrim, se estrena una película con dicho título... Cuando día, mes y año coinciden numéricamente, un buen puñado de marcas se pelean por darle relevancia al acontecimiento. El 9 del 9 del 9, el 02/02/02... la ocasión siempre se ha usado con la sabiduría de las grandes chorradas para promocionar, para vender, para darle bombo a las cosas. Disfrutemos del momento, porque el año que viene será probablemente el último del que dispondremos en nuestras vidas para planificar este tipo de estratégias de márketing.

El doce de diciembre de 2012 será el último día que cumplirá con esta máxima antes del 01/01/01 del nuevo siglo. No hay "mes trece", así que disfrutemos mientras podamos (como diría la pareja de jardineros). Espero que las grandes compañías saquen provecho de ello y veamos un par de eventos gordos en torno a esa fecha (12/12/12), que para algo es la última en la que podremos echar unas risas estúpidas en torno a unos números que no significan nada; y comprar, comprar y comprar.

jueves, 10 de noviembre de 2011

"Está en nuestra naturaleza"

pensaba mientras frotaba la sangre seca de la comisura de mi boca con un paño húmedo
y seguía buscando un trozo de tu pezón por el suelo.
Me encantó cómo hicimos la cama en absoluto silencio,
sin apenas mirarnos.
Fue tan… cruel.
Y comenzó a amanecer y entonces te abracé,
pero no pude evitar hacerlo cada vez más fuerte, y no pudiste evitar
mutar tus caricias y hendirme las uñas en la espalda.
Y a pesar de tener todavía los ojos hinchados
fui a buscar la sal.

Martes

Era martes
pero tenía otro aspecto.
Se veía en las fachadas de las casas,
en los escaparates de las tiendas.
Pregunté a un señor mayor qué día era;
me dijo “martes”, seguí caminando un rato.
Con su gorro extendido sobre el suelo
un violinista callejero, bien vestido,
se moría de pasión.

sábado, 5 de noviembre de 2011

Nunca es igual

Llegaba a casa, cansado, tras un día de esos que calificaría como “duro”, aunque realmente se que la mayoría de la gente lo echaría al saco de “un día más”. Clase por la mañana, clase por la tarde y sumarle a ello un desplazamiento de cuarenta minutos para la ida y otros tantos para la vuelta. Pues eso! que llegaba a casa tras un día relativamente agotador. Entraba por la puerta echando a la familia –ya acomodada en el sofá a punto de cenar- un saludo escueto como mero trámite que me posibilitara dirigir mi persona directamente a mi cuarto sin tener que entablar ningún tipo de conversación sobre como ha ido el día, que he hecho…etc, para luego tener que escuchar la típica frase que repatea las pelotas tipo “como todos o ya será para menos”. Cumplido mi objetivo, me adentraba en el pasillo hasta llegar a mi cuarto, pero antes de entrar, pude ver algo en el cuarto de estar que me había echo captar mi atención a la vez que hacer surgir levemente una sonrisa en el rostro. La apatía se esfumaba y aparecía en mi cuerpo una sensación de recompensa por el día, como si hubiese echado un polvo rápido de final de tarde. En mi mente podía vislumbrar repetidas veces la palabra:

FNAC! FNAC! FNAC! FNAC! FNAC! FNAC! FNAC! FNAC! FNAC! FNAC!

Si mis ojos no me engañaban –tengo algo de ceguera a distancia-, lo que había encima de la mesa era una bolsa de la Fnac de un tamaño mas que considerable. Mi padre por fin había bajado a la Plaza España para hacer realidad, a través de cambio monetario, sus listas de discos en las que suelo apuntar de forma sutil algún que otro disco con el objetivo de que en el acto de compra, quede sucumbido por el nombre apuntado para que seguidamente acabe cediendo e introduciendo el disco en cuestión en la cestita de la compra. Este proceso –que a simple vista puede parecer fácil y simple- ha necesitado de la experiencia de los años y de ensayo-error hasta conseguir la confianza paterna necesaria –en lo musical- que le hace acceder a la compra de mis recomendaciones. Comienzo a encontrar cierta superioridad en conocimiento y gusto musical, pero sin menos preciar en ningún momento, ya que siempre seré deudor y admirador suyo por haberme echo escuchar y amar lo que otros no son capaces ni siquiera de apreciar su existencia, para ahora llevar mí propio camino –todavía mas importante-. Aunque suene algo arrogante, actualmente me atrevo a decir que he conseguido tener un conocimiento musical sobre mi figura paterna muy amplio, pudiendo saber en un 90% de las ocasiones el disco que le va a gustar o no. El 10% restante lo dejo para las irremediables sorpresas. Aunque como en alguna ocasión ocurre, el también me da grandes sorpresas que me hacen pupitaindaheart.


Por poner más o menos un tiempo aproximado en el inicio de la relación musical padre e hijo, podría decir que todo comenzó con mi adolescencia (14-15 años). Me compraron mi primer y actual ordenador, creando inmediatamente una carpeta “Mi música” que en los próximos años estaría llena de todos los grupos indies del momento que ejercían un discurso rock directo y adolescente (y muy bueno). Como buen pesado que soy, hablaba y hablaba a mi padre de todos estos grupos, hasta que finalmente –con una mirada de reojo- acabó comprando unos cuantos discos de estos. Se produjo un fracaso total que lo achaque a las diferencias generacionales, aunque curiosamente, posteriormente fui observador de que el fallo no recaía en estas diferencias, sino que la música escogida no era la adecuada a su persona-gusto. El primer síntoma que hizo rechazar la idea de un corte generacional, se produjo cuando llego a casa tras haber comprado unos cuantos discos, entre los cuales se incluía Hostal Pimodan de Lori Meyers. Sorprendentemente, en aquellas vacaciones de verano, fue este disco el que marcó el inicio de una simbiosis musical con trayectoria exponencial tendiente a infinito; además de convertirse en el primer concierto en compañía del amigo Fran.

Comenzaba bachillerato. Me introducía en dos años oscuros pero no negros, una nueva etapa adolescente de carácter negativo se ponía enfrente de mí. Ello deriva en escuchar nuevos géneros-estilos musicales: trip-hop, una y otra vez la discografía de Radiohead, algo de post-punk y mi tío me regalaba el Kind of Blue de Miles Davis. Con este momento de evolución musical-personal – y Morente-, es cuando se asienta de forma ya fluida y perenne, la conexión musical padre-hijo.

No me voy a enrollar más con chorradas mías de la relación interpersonal con mi padre –aunque lo dejo todo a medias tintas-, así que voy a optar por volver a los inicios del texto y a las sensaciones que me producía la bolsa Fnac de cuantioso tamaño. Dejaba tirados encima de la cama todas mis prendas de calle para ir directo y con ansia a sacar el contenido de la bolsa. A simple vista, podía intuir que más o menos podría haber entre 10-12 discos, a un tamaño medio de grosor de unos 3-4 cm. Introducía las manos, palpando el interior, haciéndose mis expectativas ciertas. En el otro extremo de la casa, escuchaba algún grito para que fuese a cenar, pero mentalmente abstraído en lo mío, sudaba olímpicamente de cuestiones alimenticias, conllevase lo que conllevase. Ahí estaban, diez discos colocados en columna encima de la mesa redonda de cristal. El primero lo conocía, se trataba del último de PJ Harvey, luego venía Scremadelica (por fin, ya era hora), el último de Wilco (portada y disco muy chulo), unos cuantos de relleno y una sorpresa para el final.

Un disco con una portada que parecía haber sido realizada por el editor de imagen oficial de Bollywood –yo pensaba que carajo había comprado este hombre-, pero pronto percibí la presencia de los nombres Pepe Habichuela y Javier Limón, además de que la portada anunciaba el apellido Shankar. Corroído por la curiosidad, me puse a escuchar Anoushka Shankar y su disco Traveller y a cotillear vía Internet sobre ese nombre de mujer totalmente desconocido para mí. Cuarenta minutos más tarde estaba diciendo: “Así da gusto marcharse a la cama”.


miércoles, 2 de noviembre de 2011

Cuentos del ácido

Yo me había comido todo el cartón, y mis amigos sólo medio. Así que ellos se iban a dormir y me dejaban solo, cuando yo tenía cuerda para rato con ocho horas de viaje ya a mis espaldas. Es en la soledad cuando las visiones atacan de verdad, y sin darte cuenta estás muy hondo y muy en el centro de todo, sin escapatoria. Para mí, desde luego, no la había. Entré en la tienda de campaña a intentar dormir, pero si cerraba los ojos veía macroestructuras geométricas formándose a toda velocidad en una simetría radial perfecta, compuestas de pequeñas piezas tridimensionales. Si abría los ojos, la tienda era un pequeño universo que tenía herramientas de sobra para sumirme en uno de esos trances introspectivos, cavando cavando cavando e incómodo con mis cosas, con mis cosas mías La echo de menos Voy a morir Mi ego es demasiado grande Que acabe esto ya por favor por favor que acabe ya Veo flashes de mi amigo ganando unas olimpiadas y un pequeño montañero escala en 2D las estrías de la esterilla Y a la vez la luz era preciosa, con un nuevo día que empezaba para un mundo del que yo en ese momento estaba absolutamente desconectado. Oía risas y voces en el campamento y me preguntaba si podrían pisarme la cabeza, otro motivo más para no dormir. Entonces, traté de concentrarme en sacar lo mejor de mi cabeza llena de LSD, no entrar en pánico y disfrutarlo.

Allí estaba, a unos centímetros de mí: una pequeña hormiga avanzando poco a poco, perdida y sola, lamiéndose las patitas y restregándoselas por la cara para lavarse. La percibí al instante como una criatura llena de vida, y todo mi interés disperso se focalizó en su actividad. Podía ver con claridad el más mínimo de sus movimientos, como si en realidad no fuera tan pequeña e insignificante. En realidad no lo era, o al menos no era más insignificante que yo. Se movía, se lavaba, miraba a un lado y a otro. Y yo, tumbado sobre mi estómago, la observaba con fascinación. Empecé a pensar en matarla.

Pensé que si la aplastaba, comprendería la verdadera diferencia entre la vida y la muerte. Me imaginé su cuerpo espachurrado contra el suelo de la tienda, inerte, y esa sola imagen me llenó de terror. En ese momento no era matar una hormiga, era asesinato. No sabía si en mi estado estaba magnificando las cosas, o poniéndolas en su lugar. Lo que sabía es que tenía la oportunidad de cometer un asesinato con un coste moral mínimo, que no me preocuparía al día siguiente. “He matado a muchas hormigas en mi vida”, pensé. Y era verdad, o bien por diversión o sin querer, o porque me molestaban, he matado a un buen puñado de insectos. Como todos. Por matar a una hormiga más, objetivamente, no pasaba nada. Y yo podía aprender una valiosa lección sobre la vida y la muerte, sentir esa verdad por cien millones.

Allí estaba, mirando a la hormiga y planteándome si terminar con su vida o no, mientras ella continuaba con sus quehaceres insignificantes, ajena a mí y a mi poder. Y entonces, lo vi claro: no la iba a matar. En el mismo momento en el que la decisión se instaló en mi cerebro a mil revoluciones por minuto, no pude evitar sonreír exageradamente. Por supuesto que no la iba a matar, no iba a ser tan egoísta. No soy así. 

Me sentí en paz conmigo mismo, muy satisfecho. La hormiga siguió su camino y yo volví a mi locura, que alcanzó algunos niveles imposibles de expresar con palabras en este plano de existencia. Unos minutos o quizá segundos o quizá horas después, volví a verla a lo lejos (amarrada al techo de la tienda, a la altura de mis pies). Seguía con su vida, con sus cosas, de un lado para otro y lamiéndose las patitas.