Sucedió
mientras tomábamos café en una plaza cerca del río. Súbitamente interrumpimos
la conversación para mirarnos a los ojos, uno de los dos (el que estuviera
hablando en ese momento) dejó de hablar. Desde mi experiencia, puedo decir que
me sobrevino el instante. De repente fui demasiado consciente del tiempo y de
mi posición en el universo, o al menos esa es la sensación que me queda. La
sensación de un recuerdo de un recuerdo, quién sabe si tan solo fue un
escalofrío mitificado por mi vena dramática. El caso es que ambos respondimos
igual a algún tipo de estímulo (viniese desde dentro o desde fuera), y después
proseguimos con nuestras intrascendencias. Nos acabamos el café. Pagamos la
cuenta. No hablamos de ello nunca jamás, pero aún caminando por el río resonaba
en mis entrañas, y no dejaba de preguntarme si él también sentía lo mismo, sin
llegárselo nunca a preguntar.
Recuerdo
su mirada hoy, su mirada en ese momento, como verme en un espejo hecho de otra
persona. Quizá fuera el fin del mundo en otro universo, si se cree en la teoría
de los multiversos. Una explosión que sintió nuestro yo de otro universo
posible, una fisión de neutrones cuya expansividad cruzó la materia y sacudió
nuestros huesos. Y después terminamos el café y pagamos la cuenta. No. Después
vino un negro a vendernos películas pirata, con una sonrisa radiante que
rechazamos. Puede que esté exagerando su sonrisa. Puede que esté exagerándolo
todo. Quizá fue solo una corriente de frío. Quizá fue una breve conexión
telepática, el destello sobrenatural de una amistad construida durante años,
día tras día. Incluso si hacía años que no nos veíamos, no puedo ignorar la
sensación de que un grupo de células habían estado preocupadas por él. Una
parte de mi cuerpo.
Lo
curioso es que de esa tarde no recuerdo nada más. Quizá me he precipitado
incluso a contarlo, por ausencia de clímax a falta de una palabra mejor. Recuerdo
el sonido del metro por la mañana. He olvidado el ruido, he desechado la parte
desagradable de su tracción. Acudía a mi cita gestando un abrazo en cada cara
que recorría mi mirada. Y había tantas, que decidía solo concentrarme en las
amables y en las misteriosas. Después descubrí que los cuerpos eran incluso más
interesantes, mucho más difíciles de descifrar, con lo cual ejercitaba mi
intuición en busca de una mayor recompensa. Si hubiera compartido un instante multiversal
con uno de esos desconocidos probablemente mi vida hubiese cambiado para
siempre. Y no negaré que, desde que tuve constancia de que tal sensación
existía, la busco en cada par de ojos sean amigos o no amigos. La busco en los
desconocidos. Cojones, la busco hasta en los tuertos, e incluso limpiando algún
pescado me he reservado unos segundos de intimidad mirando al bicho a los ojos.
Supongo
que, si llega el momento de ser sincero conmigo mismo, admitiré que se ha
convertido en una obsesión. Pero ese momento no ha llegado todavía, así que de
momento lo definiré como una práctica. De hecho, si llega el momento de ser
sincero con mi amigo, si le recuerdo aquel momento en el que nuestras dos
infinitudes se cruzaron, probablemente caiga tal responsabilidad sobre nosotros
que acabemos por no hablarnos nunca más, por encerrarnos en nosotros mismos
bajo el peso de la magia, por suicidarnos años después, solos y viejos. Quizá
por eso nunca lo hablamos, por no hacer del misterio un asesino de vidas. Por
no dejar que un instante nos quitara la casa, el coche, la mujer y los hijos, al
hacernos entender de manera definitiva que no hay diferencia entre la eternidad
y el instante. Ahora me queda el poso de eso, me ata la racionalización, que reduce
esa encrucijada a lo práctico, la reduce al capital, a perderme por la India
durante un mes con un hogar al que volver. Aceptar mi nexo con el sistema. Domesticado.
La otra dirección conduce al manicomio.