miércoles, 30 de enero de 2013

Glimpse



Sucedió mientras tomábamos café en una plaza cerca del río. Súbitamente interrumpimos la conversación para mirarnos a los ojos, uno de los dos (el que estuviera hablando en ese momento) dejó de hablar. Desde mi experiencia, puedo decir que me sobrevino el instante. De repente fui demasiado consciente del tiempo y de mi posición en el universo, o al menos esa es la sensación que me queda. La sensación de un recuerdo de un recuerdo, quién sabe si tan solo fue un escalofrío mitificado por mi vena dramática. El caso es que ambos respondimos igual a algún tipo de estímulo (viniese desde dentro o desde fuera), y después proseguimos con nuestras intrascendencias. Nos acabamos el café. Pagamos la cuenta. No hablamos de ello nunca jamás, pero aún caminando por el río resonaba en mis entrañas, y no dejaba de preguntarme si él también sentía lo mismo, sin llegárselo nunca a preguntar.

Recuerdo su mirada hoy, su mirada en ese momento, como verme en un espejo hecho de otra persona. Quizá fuera el fin del mundo en otro universo, si se cree en la teoría de los multiversos. Una explosión que sintió nuestro yo de otro universo posible, una fisión de neutrones cuya expansividad cruzó la materia y sacudió nuestros huesos. Y después terminamos el café y pagamos la cuenta. No. Después vino un negro a vendernos películas pirata, con una sonrisa radiante que rechazamos. Puede que esté exagerando su sonrisa. Puede que esté exagerándolo todo. Quizá fue solo una corriente de frío. Quizá fue una breve conexión telepática, el destello sobrenatural de una amistad construida durante años, día tras día. Incluso si hacía años que no nos veíamos, no puedo ignorar la sensación de que un grupo de células habían estado preocupadas por él. Una parte de mi cuerpo.

Lo curioso es que de esa tarde no recuerdo nada más. Quizá me he precipitado incluso a contarlo, por ausencia de clímax a falta de una palabra mejor. Recuerdo el sonido del metro por la mañana. He olvidado el ruido, he desechado la parte desagradable de su tracción. Acudía a mi cita gestando un abrazo en cada cara que recorría mi mirada. Y había tantas, que decidía solo concentrarme en las amables y en las misteriosas. Después descubrí que los cuerpos eran incluso más interesantes, mucho más difíciles de descifrar, con lo cual ejercitaba mi intuición en busca de una mayor recompensa. Si hubiera compartido un instante multiversal con uno de esos desconocidos probablemente mi vida hubiese cambiado para siempre. Y no negaré que, desde que tuve constancia de que tal sensación existía, la busco en cada par de ojos sean amigos o no amigos. La busco en los desconocidos. Cojones, la busco hasta en los tuertos, e incluso limpiando algún pescado me he reservado unos segundos de intimidad mirando al bicho a los ojos.

Supongo que, si llega el momento de ser sincero conmigo mismo, admitiré que se ha convertido en una obsesión. Pero ese momento no ha llegado todavía, así que de momento lo definiré como una práctica. De hecho, si llega el momento de ser sincero con mi amigo, si le recuerdo aquel momento en el que nuestras dos infinitudes se cruzaron, probablemente caiga tal responsabilidad sobre nosotros que acabemos por no hablarnos nunca más, por encerrarnos en nosotros mismos bajo el peso de la magia, por suicidarnos años después, solos y viejos. Quizá por eso nunca lo hablamos, por no hacer del misterio un asesino de vidas. Por no dejar que un instante nos quitara la casa, el coche, la mujer y los hijos, al hacernos entender de manera definitiva que no hay diferencia entre la eternidad y el instante. Ahora me queda el poso de eso, me ata la racionalización, que reduce esa encrucijada a lo práctico, la reduce al capital, a perderme por la India durante un mes con un hogar al que volver. Aceptar mi nexo con el sistema. Domesticado. La otra dirección conduce al manicomio.

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